La evolución de
las armas ha ido pareja a la del hombre, desde que el primer homínido lanzara
una simple piedra para defenderse, algo cambió, su inteligencia primaria
memorizó este acto por el resultado positivo alcanzado. La memoria reflexiva
debió hacer el resto perfeccionando los instrumentos ofensivos que favorecerían
el cambio de presa a predador.
Las piedras fueron
los primeros proyectiles que arrojaron nuestros ancestros, posteriormente fueron
elaborando mas sus armas, comenzando a utilizar lanzas, flechas y todo tipo de
objetos catapultados en la intención de salvar el contacto directo con sus
enemigos o presas, evitando de ese modo la posibilidad de resultar heridos. Mas
tarde con el descubrimiento de los metales, perfeccionan los objetos conocidos,
hasta el momento en que aparecen las armas de fuego y con ellas los proyectiles
en el que basaremos este trabajo, el que es disparado o propulsado con armas de
fuego.
Aunque resulta
imposible datar con seguridad donde o cuando aparecieron las primeras armas de
fuego, si podemos aventurar el tipo de proyectiles que usaron, en algunos casos
porque perduran en el tiempo, y en otros por el grabado o dibujos antiguos, como
el de “Walter
de Milimete”, fechado en 1326, en el que aparece una especie
de cañón en forma de vasija
apuntando hacia la puerta de una fortaleza y un
soldado en posición para su disparo acercándole un hierro al “rojo
vivo”. En este grabado, podemos apreciar que de la boca del cañón
sobresale una enorme flecha, que nos lleva a suponer que en un primer momento y
tras descubrir la utilidad de la pólvora negra como propulsor cuando se
encerraba en un tubo cerrado por un extremo, emplearan como
proyectil lo que ellos conocían hasta el momento como proyectiles ofensivos, las
flechas en todas sus variantes. Solo las pruebas posteriores indicarían que
había otros con un mayor potencial para sus objetivos, los esféricos de piedra o
metálicos.
La primigenia
artillería se empleó principalmente para el derribo de puertas y murallas
defensivas, por lo que resultaba factible la utilización de proyectiles
esféricos de piedra que tenían notables ventajas, ya que se fabricaban en el
mismo “campo de batalla”, que en realidad era el “sitio”
de alguna ciudad y solía prolongarse durante semanas o
meses, dando tiempo a que se pudieran tallar sobre el
terreno, porque ni la cadencia de disparo ni las
características balísticas de estos cañones eran muy
exigentes. Cada pieza era diferente en cuanto a calibre y
longitud, por lo que entre su dotación había un grupo de
talladores de piedra que se dedicaban principalmente a este
trabajo cuando emplazaban la pieza, para ello disponían de
unas galgas (pasa - no pasa)
metálicas del calibre exacto que debería tener el proyectil, de forma que solo
cuando giraba sobre si mismo manteniendo la “galga” en el centro
de mismo, era apto para su disparo, asegurándose una cierta precisión en el
disparo, ya que ni se atascaría al cargar, ni tendría excesivo
“viento” balístico. De
este tipo de proyectiles, se pueden ver
colecciones importantes en los mejores museos de armas europeos.
Las necesidades
militares consiguieron progresos importantes en la metalurgia y producción de
cañones con mayor alcance y potencia, al tiempo que los estudios balísticos favorecieron importantes avances en la precisión y
contundencia de los diferentes proyectiles, de hierro y plomo principalmente.
Pero no sería hasta el siglo XIX, cuando realmente se dio un paso de gigante en
lo que a la balística se refiere, pues será durante este siglo, cuando se avanza
en el estudio y mejora de los cañones estriados, que aunque se conocían desde
antiguo, no se les había sacado todo su potencial hasta que en la última mitad
este siglo, en que se alcanzará el máximo de esplendor en lo que al desarrollo y
precisión de las armas estriadas se refiere, y por ende sus proyectiles.